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Santa Lucía: luz, dolor y gloria 


2024-04-22

Por | Revista Heraldos del Evangelio

A veces Dios manifiesta su poder a través de los más débiles. Lucía, una delicada muchacha de Siracusa, tenía un alma fuerte porque era virgen. Dios le concedió el don de vencer a los perseguidores de cristianos no solamente con argumentos, sino también con la fuerza.

Por designio del Altísimo, la Santa Iglesia Católica nació dentro del Imperio Romano. Sin embargo, esa inmensa potencia temporal, viendo que el poder espiritual nacía misteriosamente y florecía con rapidez desconcertante, se mostró intrigada y recelosa al comienzo, y luego hostil hasta llegar a la violencia más extrema.

Las sublimes enseñanzas cristianas contrariaban frontalmente las costumbres de aquellos hombres de corazón duro. La Iglesia naciente, víctima de toda suerte de calumnias, fue blanco de sanguinarias persecuciones desatadas por las autoridades romanas con el objetivo de sofocarla inexorablemente.

No obstante, el propio Dios era quien permitía que su Iglesia afrontara la larga prueba del dolor y el sacrificio. En efecto, después de cada persecución, el cristianismo resurgía más numeroso, brillante y lleno de fe. Bajo el reinado de Dioclesiano (284-305) el clima de horror llegó al auge. Un edicto de este emperador ordenó demoler todas las iglesias y obligó a los cristianos que ejercían cargos públicos a renegar de su fe en Cristo. Durante este último período de las grandes persecuciones surgió un alma de singular virtud: la joven Lucía.

Voto de virginidad

El nombre Lucía se origina del vocablo latino lux ("luz"), que vibra a nuestros oídos con timbre heroico, rememorando una vida llena de luz y de gloria, porque también lo fue de sangre y dolor.

Nacida en Siracusa y oriunda de una familia noble y cristiana, nada más llegar a la adolescencia se consagró a Jesús ofreciéndole la flor de su virginidad.

Esta promesa de castidad perfecta no era desconocida en los albores del cristianismo, puesto que el propio Salvador llamaba un gran número de almas a practicar la virtud angélica. Un día, respondiendo a los discípulos sobre los pesados deberes del matrimonio, el Maestro dijo: "No todos entienden este lenguaje, sino sólo aquellos a quienes se les ha concedido" (Mt 19, 11). Hay hombres, prosiguió, que están incapacitados para la vida conyugal, y otros, en cambio, que libre y espontáneamente decidieron no casarse "por amor del Reino de los Cielos" (Mt 19, 12). Por primera vez resonaba en la Historia la llamada cristiana a la virginidad, y su eco repercutiría en almas como las de Cecilia, Ágata, Inés y tantas otras que, sobreponiéndose a las leyes de la carne y la materia, se lanzarían alegres en vuelos admirables de perfección espiritual.

Intercesión de santa Ágata

Su padre falleció cuando era muy pequeña. Su madre Euticia, aunque cristiana, se encandilaba todavía con las glorias y atractivos de este mundo. Por lo mismo, ansiosa de brindar a su hija un futuro de fama y honor, la exhortaba a casarse con un joven acaudalado y de alto rango, pero pagano.

La casta Lucía -que guardaba su voto en secreto- siempre evadía el asunto. Tenía toda su confianza puesta en Dios y esperaba una ocasión providencial para revelar a su madre la firme resolución de pertenecer solamente a Cristo. Sus fervorosas peticiones fueron rápidamente escuchadas, y la buena oportunidad apareció muy pronto.

A pesar de las atroces persecuciones a los cristianos, en Sicilia se celebraba todos los años la fiesta de santa Ágata, virgen de la ciudad de Catania, martirizada hacia el año 250. Los prodigios que obraba la hicieron tan conocida, que venía gente de todas partes a rogar su intercesión. Ahora bien, Euticia sufría hemorragias desde hacía unos años. Lucía, muy devota de la virgen mártir, persuadió a su madre de peregrinar hasta su tumba para rogar la curación.

Cuando entraron a la iglesia el asombro hizo presa de ambas. Transcurría una misa solemne, que en ese mismo momento proclamaba la Palabra del Santo Evangelio: "Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias, y que había sufrido mucho con muchos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado. Como había oído hablar de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?'.

Sus discípulos le contestaron: «¿Ves que la gente te oprime por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se postró ante él y le confesó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad»" (Mc 5, 25-34).

Estupefactas y extremadamente conmovidas por este trecho del Evangelio, cayeron de rodillas y empezaron a rezar. Se quedaron así mucho tiempo. La misa terminó, todos se fueron y ellas, percatándose de que estaban a solas, se postraron ante el sepulcro de santa Ágata para rogar la bondad de Dios.

Pero el Señor quiso manifestarse a Lucía por medio de un sueño profético. La joven, fatigada por el viaje, cayó en un profundo sueño. Mientras dormía se le apareció santa Ágata rodeada con un coro de ángeles. Su vestido era de incomparable hermosura, adornado con zafiros y perlas finas. Su rostro, alegre y sereno, resplandecía como el sol mientras decía: "Queridísima hermana mía, virgen consagrada a Dios, ¿por qué pides por medio de otro lo que puedes obtener tú misma para tu madre? Ella se ha curado ya gracias a la fe que tú tienes en Jesucristo, quien, tal como hizo célebre la ciudad de Catania por mi causa, también glorificará la ciudad de Siracusa por tu mediación, pues supiste preparar en tu puro corazón una agradable morada a tu Creador".

Al escuchar estas palabras, Lucía se levantó todavía más segura de su consagración a Dios. Contó a su madre la reconfortante "visión" y añadió que, por la gracia de Dios, ella estaba completamente curada de su enfermedad. La joven aprovechó la ocasión para decirle:

- Ahora, madre mía, te pido una sola cosa: en nombre del mismo que te ha devuelto la salud, déjame conservar mi virginidad y pertenecer solamente a nuestro Creador. Repartamos entre los pobres los bienes que preparaste para mi casamiento, y tendremos un gran tesoro en el Cielo.

Euticia se dejó convencer y llegando a Siracusa distribuyeron sus riquezas entre los más necesitados, según las instrucciones de la comunidad cristiana a la que pertenecían.

Pero todo esto llegó a oídos del pretendiente. Enfurecido, fue a buscar a Euticia y vio con sus propios ojos a la madre y la hija entregando sus joyas y objetos preciosos a los pobres. Fuera de sí, corrió donde Pascasio, prefecto de la ciudad, para acusar a Lucía de practicar la religión cristiana. Así comenzó el proceso que haría brillar a esta santa en lo más alto de los cielos junto a la gloriosa multitud de los mártires.

Delante del tribunal

El juicio a la valerosa joven fue edificante y arrebatador. Refutó todos los argumentos y amenazas de Pascasio, y su simple mirada imponía respeto. Viendo el juez la serena seguridad de la prisionera, intentó persuadirla para que ofreciera sacrificios a los dioses paganos, primero con suaves palabras y luego, ante una fe que se mostraba indomable, con la más espantosa ferocidad. Pero Lucía le respondió sin titubeos:

- Tú te preocupas de las leyes de los príncipes de esta tierra mientras que yo procuro meditar día y noche en los mandamientos del Señor. Tú te preocupas de complacer al emperador, yo todo lo hago para agradar a mi Dios, al que consagré mi propia virginidad.

- Pues bien -dijo Pascasio- yo te haré llevar a un sitio donde perderás tu castidad, ¡así te abandonará el Espíritu Santo y dejarás de ser su templo!

- La violencia contra el cuerpo no arranca la pureza del alma, si mi voluntad no consiente. Por el contrario, esta violencia me valdrá dos coronas: la virginidad y el martirio- replicó la virgen.

Pascasio ordenó de inmediato a los verdugos que amarraran a la inocente víctima y la arrastraran a una casa de infamia, para que así perdiera la honra de la virginidad antes de ser decapitada.

Pero, ¿qué pueden todas las fuer­zas humanas contra la omnipotencia de Dios? Los ojos del Buen Pastor estaban posados en su sierva fiel, e impidió que los verdugos pudieran sacarla del lugar donde se encontraba. En vano la empujaban: Lucía permanecía inmóvil, retenida por una mano invisible. Ni siquiera atándola a varias yuntas de bueyes lograron moverla.

Pascacio, empedernido en el mal, hizo encender una enorme hoguera alrededor de la santa, que miraba sin miedo al tiránico juez mientras le decía: "Pediré al Señor que este fuego no me toque, para que los fieles reconozcan el poder de Dios y los infieles queden todavía más confundidos". Y el fuego también fracasó: la joven quedó intacta en medio de las llamas.

Derrotado, Pascasio ordenó finalmente que la cabeza de la virgen fuera cortada por la espada. Una alegría celestial se reflejó en su semblante al ver llegar la hora del encuentro supremo con su Redentor. No obstante, tampoco murió en ese momento. Cayendo de rodillas, fue recibida por los brazos de algunos cristianos que presenciaban su martirio.

Antes de morir, la joven mártir pronosticó el fin de las persecuciones de Dioclesiano y Maximiano, así como el inicio de una era de gran paz para la Santa Iglesia. Esta profecía no tardó en cumplirse: dos años después de su muerte subió al trono Constantino el Grande, que el año 313 promulgó el edicto de Milán, concediendo libertad al culto cristiano en toda la extensión del imperio. Con ello se abrían de par en par las puertas a la Iglesia para su triunfal desarrollo a lo largo de los siglos.

La gloriosa santa Lucía entregó su alma a Dios el año 304 de la era del Señor. Un rayo de la gracia se había posado en ella. ¡En la Iglesia de Cristo brillaba una mártir más, y en el Cielo una nueva santa! Tu vincis inter martyres! - ¡Tú vences, oh Cristo, por las pruebas de los mártires!



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